“Vayan y evangelicen a todas las gentes…”

Mt 28, 19-20

Por: Isabel Botía

Este fue el tierno susurro que llegó a mis oídos hace treinta años. Iba contenta por la vida pensando que todo lo que tenía que hacer era cumplir con los preceptos aprendidos a temprana edad y que me invitaban a hacerle el bien a toda persona que pasara por mi lado. Esta fue realmente una enseñanza que  empezó a llevarme por el camino de la bendición. Sin embargo, en mis horas de silencio interior, seguía sintiendo una sed espiritual tan grande que solamente se sació cuando comprendí que Jesús me llamaba a su servicio. Comprendí que Jesús vino con tanto vigor misionero que realmente contagió el alma de toda persona que se detiene a contemplarlo. Lo que más me gustó en los días felices de mi juventud, fue descubrir que por pura bondad, había puesto en mí un corazón misionero. Comprendí que Él, vino por voluntad de Dios a cumplir una misión especial y a enseñarnos cuál es camino al Padre.

Escuché a través de un sacerdote misionero, que Jesús antes de subir al cielo, en sus últimos momentos terrenales, nos dejó el mandato misionero, como camino de realización plena; aprendí que estamos llamados a salir de nosotros mismos y llevar el mensaje del amor a muchas personas que lo necesitan. Me sorprendió saber que hay más de cuatro mil millones de personas que no conocen a Jesucristo, que hay muchos que se han adormecido en su fe y otra multitud de personas que necesitan ser avivadas en su compromiso cristiano.

Nunca imaginé que este mensaje transformara nuestra vida y nuestra familia de tal manera, que ese vigor misionero y esa sed de evangelización nos llevara a tomar decisiones radicales para poder servirle al Señor, de tiempo completo. Ha habido cansancios y lucha pero tantos momentos de gloria, que cada día está más presente en mis entrañas, el deseo de que miles y miles conozcan a Jesucristo y sigan tras sus huellas. Ahora que hemos tenido la gran bendición de ir a varios países a anunciar su Palabra, vemos la gran necesidad de misioneros con corazón universal, que oren diariamente por las necesidades del mundo entero y entreguen su vida a anunciar el evangelio en su familia, en su parroquia y más allá de las fronteras. Nos alegramos con quienes crecen en el  conocimiento del Reino y afirman sus cimientos comunitarios, para que el Padre siga dirigiendo sus sendas, y cada familia sea una familia misionera, tal como lo expresó el Beato Juan Pablo II en la Redemptoris Missio: “La familia cristiana o es misionera, o no es familia cristiana”.

Recordemos que, cuando se fundó esta maravillosa comunidad, se hizo dentro de este espíritu misionero universal. Gracias a Dios, podemos decir que muchos hombres, mujeres, parejas y familias, sienten esa sed de misión que los ha llevado a anunciar el Evangelio a muchas personas que han empezado una vida Nueva.

Es tal la fuerza del Espíritu, que no nos dejará descansar hasta que en muchos corazones, arda la llama del Amor a Jesucristo. El Espíritu Santo es el protagonista de la misión; basta disponer nuestro ser, entrar en la Palabra de Dios, en la Eucaristía y en la vida fraterna, para que Él abra caminos de misión, ponga palabras en tu boca y te de la fuerza para sobrepasar la cruz.

Cuando pasen los años y mires la siembra que Él ha hecho, cuando sigas vivificando tu alma misionera, te sorprenderás del poder del Espíritu Santo, de su sabiduría y su fuerza. Posiblemente la única actitud será, inclinar la cabeza para decir: gracias Señor por tu llamado, salir a evangelizar a todas las gentes, y enseñarles todo lo que tú nos has enseñado. Fue la mejor decisión.

Seguramente, tus hijos y los hijos de tus hijos tendrán el mejor legado y recordarán que hubo profetas valientes en tiempos difíciles y que la semilla del Reino, por la fuerza del Espíritu, produjo mucho fruto.