¿Cómo lo anunciaremos?
Por: Nelly Rincón Galvis
La evangelización debe ser para nosotros los católicos una necesidad apremiante, no solo un concepto, sino toda una experiencia de vida.
En el mes de julio de 2010 se llevó a cabo en Colombia el XI congreso Nacional Misionero. Allí tuvimos la oportunidad de escuchar a S. E Monseñor Piergiuseppe Vachelli, Secretario de la Congregación para la Evangelización de los pueblos y Presidente de las Obras Misionales Pontificias, donde comentaba: “Colombia es, entre los países de América Latina, un modelo de vida misionera. Tenéis misioneros, tanto religiosos como sacerdotes Fidei Donum y laicos por todo el mundo, ayudando a las Iglesias del Continente Americano, en África y en Asia. Con la celebración de este Congreso Misionero queréis reiterar vuestra voluntad de llevar a cabo lo que Aparecida llamó Misión Continental y, al mismo tiempo, dar un nuevo impulso y una vitalidad a vuestra evangelización…”.
Retomo sus palabras, recordando con qué vehemencia hacía un llamado a la Iglesia Colombiana a asumir con fuerza la misión encomendada. Acabamos de vivir la fiesta de Pentecostés, que la vivimos cada vez más conscientemente y cada vez es más confrontadora ante el poder del Espíritu en nosotros para llevar a cabo la misión. Hay que aprovechar este momento favorable del nuevo Pentecostés, este tiempo que es una verdadera oportunidad, para promover una nueva experiencia de Iglesia. A todos se nos pide caminar por el sendero de la misión y del testimonio de Cristo, “para no hacer vana la gracia profética y apostólica del Vaticano II”.
“Dios abre ante la Iglesia horizontes de una humanidad más preparada para la siembra evangélica. Preveo que ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la misión ad gentes. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos” (RM 3)
Monseñor Vachelli decía: “Sabemos que la Iglesia peregrina es misionera por su misma naturaleza. Nació a orillas del lago de Galilea donde soplan los vientos del Espíritu, donde se respira la fascinación de la aventura, donde comienza su camino la Buena Nueva”.
Es así como debemos asumir la evangelización, porque es la vocación propia de la Iglesia. Porque ese es el llamado que tenemos todos los bautizados, esa es su instrucción: “Nosotros os lo anunciamos”. Esto no debemos olvidarlo sino llevarlo presente en nuestro pensamiento y sellado en nuestro corazón.
Debemos ser fieles a Su Palabra, fieles al origen de la Iglesia nacida del sacrificio de Jesucristo en la cruz; fieles a su amor y que esa fidelidad nos mueva con un gran ardor en estos tiempos de tanta necesidad del Señor milagroso, del Señor Salvador que tantos no han conocido.
La misión evangelizadora de hoy no es la misma de épocas pasadas, ni siquiera es la misma de las primeras comunidades. Si la misión de esas épocas fue retadora, la de hoy lo es mucho más, porque es para un mundo globalizado. Es retadora por la concepción que tiene el hombre de si mismo, por los trabajos a los que se dedica, por el tiempo y por el destino que asume.
Si, realmente es el tiempo de nuevos retos para la evangelización y para los misioneros contemporáneos; principalmente el reto de “la transformación de la sociedad en todos sus aspectos, en las culturas y en las religiones”
Hemos sido llamados de diversas formas a llevar la Buena Nueva a un mundo necesitado de la esperanza, a un mundo que sabe que Dios existe pero no lo vivencia en su vida y que sabe que le ha prometido su Reino a los que crean en Él, pero que todavía no lo anhelan. Hemos sido llamados a impregnar de esa experiencia de amor a los que todavía no la tienen, a los alejados, a los no cristianos. Hemos sido llamados a “comunicar la novedad salvífica de Cristo resucitado, en el que la humanidad encontrará la plena humanización y alcanzará su propio fin.
Este es el problema que se nos plantea: ¿A quién mandaré y quién irá por nosotros?, nosotros hemos respondido: “Aquí estoy, mándame”. Esta respuesta sólo puede ser verdaderamente eficaz si a la disponibilidad de la primera llamada sigue una maduración definitiva basada en el amor: ¿Me amas?, ¿Me quieres?, apacienta mis corderos y mis ovejas”.
Así como la misión nació en el corazón de Cristo e impregnó y se infiltró en el corazón de los apóstoles, así como Él los capacitó para evangelizar, también en la actualidad debemos formarnos para llevar el amor de Cristo a la humanidad.
La evangelización debe ser para nosotros los católicos una necesidad apremiante, no solo un concepto, sino toda una experiencia de vida. Una vida cristiana en una Iglesia que deja transparentar los valores del Evangelio, una Iglesia que se reviste de los valores de las Bienaventuranzas, de humildad y de valentía para ser continuadora de su obra salvífica y de su método tan pedagógico que nunca falló.
Con una conducta como decía Pablo “irreprehensible” y embrazando el escudo de la fe para darle la batalla al mal, confiando en la Palabra que predica y con la esperanza que le da aquel que lo eligió. La certeza que Él estará para levantarlo en la debilidad, para consolarlo ante el rechazo y la persecución y ponerlo en pie de lucha nuevamente, pues no es con su fuerza sino con el poder y la fuerza de su Espíritu, que anuncia y no se dejará atemorizar y perseverará.
Es decir, “anunciará con eficacia la Palabra, se le pedirá estar enraizado en ella, será contemplativo en la acción, será dócil a la guía del Espíritu” pero sobre todo, tendrá un corazón que se configura al corazón de Cristo y al unísono latirán con el mismo ardor por predicar el Reino del Padre.