Como el Padre me amó

Por p. Fidel Oñoro, cjm

(NR. Esta es una transcripción de la lectio divina que compartió el p. Fidel Oñoro el pasado 10 de mayo a través de su canal de Youtube. Su profundo contenido y su estilo discursivo, nos envuelven en una atmósfera de amor, paz y esperanza, que nos invita de inmediato a la oración contemplativa.)

Vamos a leer el evangelio según san Juan, capítulo 15, versículos 9 al 17. “Como el padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto. Este es mi mandamiento: ámense los unos a los otros como yo los he amado.  No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo los mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su Señor. Yo los llamo amigos porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino Yo el que los elegí a ustedes y los destiné para que vayan y den frutos y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi nombre él se lo concederá. Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros”. Palabra del Señor, gloria a ti Señor Jesús.

Tenemos ante nosotros hoy una de esas páginas que parece que estuviera proponiéndonos la esencia del cristianismo. Nos pone ante las cosas determinantes de nuestro cristianismo. Nos pone ante las cosas determinantes de nuestra fe. Todo un canto rimado con el vocabulario de los amantes: amar, amor, alegría, plenitud, don. Y Jesús traza una ruta, un camino indicado, señalado por estas palabras.

Los invito a hacer hoy el recorrido despacio, frase por frase, sintiendo el peso, ponderando cada una de estas palabras que salen de la boca del Maestro. Todo comienza con un hecho: tú eres amado. Como el Padre me amó, Yo también los he amado a ustedes. Hay un amor primero, fundante; y de ahí deriva una consecuencia: cada ser viviente respira no solo el aire, sino amor; si esta respiración se detiene sencillamente no vive. Como el padre me amó yo los he amado a ustedes. Hay un amor primero, un amor decidido. Hay un gran flujo, un gran río de amor que emana desde el cielo, del Padre al Hijo y del Hijo hacia nosotros; fluye como la savia en David, como la sangre en las venas. Y cuando Jesús se refiere al amor, no está indicando este impulso que por naturaleza todos tenemos, que todos llevamos por dentro. Estamos hablando de algo más. No se refiere a ese impulso que todos sentimos de buscar a otro, de entablar un vínculo, de abrazarnos y protegernos mutuamente. No se refiere a ese sentimiento natural producido por mí y que todos llevamos como marca de fábrica. No se refiere a un deseo, se refiere a una realidad, a un amor dado, primero, que está ahí. Es un amor que me precede; un hecho que me precede. Un acontecimiento que me presenta: como el Padre me ha amado, yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor.

Y sigue con el verbo permanecer en este amor que hemos recibido. El “permanezcan”, aquí el imperativo de ayer, vuelve: permanezcan. Permanezcan connota un habiten, un moren ahí, vivan ahí, no se vayan de ahí. El amor es tan real como un lugar, como un continente; es como una carpa donde se puede vivir dentro; es la casa en la que ya estamos, como un niño que habita en el vientre de su madre, que no la ve pero tiene mil señales de su presencia que lo nutre, que le da calor, que lo acuna. Como decíamos en otra ocasión, nuestro problema es que estamos inmersos en un gran océano de amor y no nos damos cuenta. Permanezcan en mi amor. Ustedes ya están dentro, por lo tanto no se vayan, no huyan de él, no se suelten de mí. A veces ponemos resistencia, es verdad. Nos defendemos del amor. Tenemos, a lo mejor puede pasar, el recuerdo de heridas y de desilusiones y no queremos sentirnos maltratados por más traiciones. Pero el Maestro, el sanador del desamor, hoy nos hace una propuesta: déjate amar; déjate amar por mí y verás lo que pasa.

El amor es una realidad; esto que Jesús me ofrenda hoy, que pone mis manos, que deposita en mi vida, es una realidad. El amor es, y es cosa de Dios. Comienza como un amor unilateral, como un amor imprescindible, como un amor primero que es un amor asimétrico, incondicionado. Que yo sea amado depende de Él, no depende de mí. Mi tarea es decidir si permanezco o no en ese amor. Y viene la pregunta: Ajá, ¿y por qué hacerlo? Y Jesús responde: para que la alegría, mi alegría en ustedes sea plena. llegue a su plenitud. Mejor dicho, para que sea perfecta. Es muy bonito esto; les digo esto para que la alegría de ustedes sea plena y es mi alegría dentro de ustedes. Así como el amor primero no es el nuestro sino el de Él, la alegría también es la de él en mí. Y entre amor y alegría hay una gran conexión. Donde hay amor hay fiesta, donde hay amor hay sonrisa. El amor desata la alegría. Es como decía San Ambrosio el gran padre de la iglesia, San Ambrosio de Milán. Él decía: es como si fueran alas de fuego. Sí, alas de fuego que encienden de gozo el corazón. El gozo es un instante inmenso y es el síntoma de que algo grande está ocurriendo. Es la señal de que vas por el camino bueno y correcto.

Y Jesús, avanzando en su enseñanza de hoy, nos indica entonces las condiciones para permanecer, para estar dentro de este amor: observen mis mandamientos como yo observé los mandatos del Padre, el querer del Padre. Y aquí tenemos que volver a aclarar lo que ya aclaramos en otra lectio: Jesús no se está refiriendo aquí, aunque sin excluirlo, pero no se está refiriendo al Decálogo. Está hablando de la manera de ser de Dios, el Dios que libera y que fundamenta alianzas, el Dios que planta su carpa en medio de nuestro campamento. Yo permanezco en el amor, si hago las cosas que Dios hace. Esos son los mandatos. Entonces nuestro pasaje de hoy es todo un alternarse de medida humana y de medida divina en materia del amor. Jesús no dice simplemente “amen”. Es que no basta amar. No basta amar porque podría ser solo un mero oportunismo, una búsqueda de consuelo, una dependencia oscura o una necesidad histórica. Porque ocurre que si no amamos, pues nos destruimos. Pero uno puede amar en realidad amándose a sí mismo. Puede ser que no esté buscando al otro; lo que está llenando es una carencia y por eso un amor podría ser una forma de egoísmo. ¿Por qué? Porque puede ser una forma de posesión del otro, una forma de poder. ¿Saben una cosa? Hay amores violentos; hay amores violentos y desesperados. Hay amores que al fin y al cabo terminan siendo dominadores y posesivos, y en última instancia destructivos porque anulan al otro. Amar es hacer crecer; amar es renunciar a mí mismo para colocar al otro en el centro. El verdadero amor nunca violenta, nunca. El verdadero amor siempre empuja al otro para un mayor crecimiento; eleva al otro. Y por eso, no todo lo que se llama amor es amor.

Jesús tampoco ha dicho: amen a la gente con la misma medida con la que se aman a ustedes mismos. No, yo conozco los decaimientos también. También los cambios de sentimientos y uno no es nunca medida para otros. Por lo tanto no se trata de eso. Lo que Jesús dice, en cambio, es: ámense unos a otros como yo los he amado. Esa es la gran enseñanza: unos a otros, unos a otros. No ha dicho simplemente: amen, unos a otros. No es ama tú y déjate amar. Unos a otros, amen y sean amados. El amor pide reciprocidad. Reciprocidad en el dar y en el recibir, porque amar, amar puede bastar para llenar una vida; pero dejarse amar basta para muchas vidas. Unos a otros, es de lado y lado, a la par. Y Jesús dice: como yo los he amado. La medida del amor no es mi amor por el otro. La medida del amor es el amor de Jesús por mí. Jesús se vuelve la medida del amor. Y ésta es la gran novedad cristiana cuando de relacionamiento se trata. El amor está inscrito en la misma manera de amar de Jesús; Él es la cartilla del amor. Él es el dador del amor y es la cartilla del amor. Él es la escuela del amor: ámense unos a otros como yo los he amado. Jesús es la medida del vivir y del amor.

Se trata entonces de generar relaciones de comunión, en un cara a cara, en una dinámica de reciprocidad. Y uno no ama a la humanidad en general; se ama a las personas y una por una. Subraya esto en tu Biblia, la frase de Jesús: “como yo los he amado”. El mandato de Jesús no es amar en genérico, en general. Es “como yo los he amado”. Lo específico del cristianismo no es amar, porque esto lo hace mucha gente y de muchas maneras, sin por eso ser cristiana. Es un amar como Jesús, eso sí. Como lo describe cada página del Evangelio: un Jesús siempre al servicio de la gente, un Jesús que no despacha a nadie sin darle algo bueno, un Jesús que corre detrás de cada oveja perdida, un Jesús que no excluye ni siquiera a quien lo niega o lo traiciona. Un Jesús que mientras yo lo hiero, Él me mira con amor y se reconcilia conmigo. Mejor dicho, un Jesús, un Jesús que ama con ternura combativa; a veces valiente como un héroe y otras tierno como un enamorado. Y así como Jesús se ha hecho canal del amor del Padre hacia mí, de la misma manera nadie puede volverse como si fuera una vena obstruida, como si fuera un canal entupido, todo lo contrario. Lo nuestro es ser canales del amor, hacer pasar ese amor de Dios a través de nosotros, de nuestra mirada, de nuestra palabra, de nuestro servicio, de nuestra presencia. Lo nuestro es hacer que el amor fluya; que el amor de Dios descienda y circule en el cuerpo del mundo.  Si se cierra, en ti y en torno a ti habrá algo que muere, como cuando se tapa una vena en el cuerpo: lo primero que muere es la alegría.

Y sigue Jesús: “ustedes ya no son mis siervos, son mis amigos”. ¡Vaya frase! Ustedes son mis amigos. A Jesús le gusta la palabra amigo, le gusta hacer amigos, goza con la amistad. Amigo es una palabra dulce, es música para el corazón de uno, Y aquí tenemos un nuevo dato: en Jesús, Dios asume nuestra manera humana de amar. ¿Cuál es? la de la amistad. Es él quien se viste de una medida humana: “ustedes son mis amigos. Ya no los llamo siervos sino amigos”. Jesús excluye, claramente, la palabra esclavo, porque esclavo connota sometimiento, y la amistad es todo lo contrario. No es someter, no es dominar, no es mandar el uno sobre el otro. La amistad es un ponerse en pie de igualdad dentro del grupo y no por encima; es igualdad y alegría. En la amistad no hay uno que impone y otro que obedece. El amor es encuentro de dos libertades que aprenden a caminar juntas. “Ya no los llamo siervos, los llamo amigos”. Esto se mueve de otra manera: dos libertades que aprenden a caminar juntas. El amor no se impone, no se finge, tampoco se mendiga. Amistad es transparencia del corazón y de la vida. “Ya no los llamo siervos, los llamo amigos”. La amistad es un ritual humano que es teología, que habla de Dios. La amistad es cortejo, es tiempo, es aproximación y distanciamiento, es palabra y es silencio, es gesto. Y este ritual humano de la amistad se convierte en lenguaje de Dios. Es verdadera teología; al hacerlo se renueva la vida, se conforma la vida de la misma manera como hablaba Jesús. Y ¿saben una cosa? amigo es uno de los nombres más hermosos de Dios. Un Dios que siendo Rey y Señor se ha hecho mi amigo. Uno que se pone a la par del amado. Y nosotros volvemos a amar a Dios de esta manera; no como siervos asustados, temerosos con aquel que ve el dedo encima por todo lo que tiene que hacer. No, nos movemos de otra manera, no como siervos sino como enamorados.

La amistad es un instrumento muy humano de revelación. En la amistad hay confidencia, nos damos a conocer. Un amigo es el que mejor conoce, lo conoce a uno. Y Jesús dice: les he dado a conocer todo lo que mi padre me ha dicho, lo que mi padre me ha revelado; les he abierto mi corazón. Y entonces entramos en la escuela de Dios, en la amistad de Jesús. El todo de una vida no se aprende con lecciones de escuela, ni tampoco con cartillas con mandatos; sólo por relación, por comunión, por empatía de amigo. Esta relación personal con Dios fue la que fascinó tanto tanto a los grandes orantes de la historia. Ya desde la Biblia, desde Moisés que hablaba cara a cara con Dios como con un amigo, y de ahí en adelante. No podemos olvidar, no solo grandes personajes de la Biblia que no es del caso ahora seguir citando, de Abraham, Elías, Eliseo, muchos otros, sino también en nuestros tiempos, en nuestra historia cristiana, como una Teresa que  era fascinada con la palabra amigo. La amistad con Jesús, un Juan de la Cruz, un Ignacio de Loyola, un Carlos de Foucauld. Todos eran fascinados con esta palabra del Señor: “yo soy tu amigo”.

Y luego vemos cómo Jesús nos coloca la medida absoluta del amor en un solo verbo; condensa la medida del amor en un verbo brevísimo, un verbo que lo explica todo: el verbo dar, dar. En el evangelio el verbo amar siempre se traduce en la práctica con el verbo dar. No hay amor más grande que el de dar la vida. El amor no es un sentimiento, no es una emoción, es una donación, una entrega oblativa de sí mismo por el otro; es un acontecer de manos, de pan, de agua, de vestidos, de tiempo regalado y compartido, de puertas abiertas, del corazón de par en par, de caminos recorridos juntos con alegría. Dar la vida, o sea todo, porque la única medida del amor es el amor sin medida. El verdadero amigo es el que da, el que se da a sí mismo por el otro hasta el punto de perder su propia vida. Un amor que no se protege a sí mismo, sino que se expone. Es un amor que te asedia y que al mismo tiempo es asediado. Es como una lámpara en la oscuridad, incluso como un cordero entre lobos. Amor amenazado, amor sutil como la respiración, poderoso como las grandes aguas. Amor que yo cuido y amor que cuida de mí. Y es de esta materia, el amor, de la que Dios está hecho. Dios es amor y él es la respiración de cada ser humano cada vez que ama. Y ¿por qué Dios elige esta lógica? ¿por qué todas estas palabras que hoy hemos recorrido una por una? ¿por qué este camino? ¿por qué este itinerario señalado por Jesús? La respuesta es sencilla, está enfatizada en el evangelio de hoy: “para que mi alegría esté en ustedes y en ustedes llegue a su plenitud”. Para que tu corazón estalle de alegría, de gozo, de felicidad. Qué bonito esto: un Dios feliz. Jesús dice: “mi alegría”. Jesús era una persona plenamente feliz y él dice: “mi alegría”. Un Dios feliz, que me contagia su alegría, que la pone dentro de mí. Un Dios que se gasta toda una pedagogía para lograr que sus hijitos, todos, sean felices, que vivan la vida con un corazón libre y fuerte, que prueben el gusto, el sabor de la vida. Y esto es hermoso, es el sello del evangelio de hoy, el Jesús que se despojó de todo, que se hizo pobre de todo. Hubo algo de lo que nunca fue pobre: Él nunca fue pobre de amigos. Jesús degustó gozosamente la liturgia de la amistad, y del hacer vibrar en esta dinámica, hermosa, linda de la amistad, el mismo nombre de Dios.